30 Oct ¿Nacemos o nos hacemos?
Hace tiempo que no viajo por los sótanos de Madrid, me he convertido en un «comodón», en un pequeño burgués; quizás. Ayer, regresé a mis inicios en ésta ciudad, cuando era más inteligente en su subsuelo que por sus calles; y me sorprendió mucho que los «tiempos» han mutado y no sabía nada. Recuerdo un metro bullicioso y ruidoso; sobre todo con mucho ruido perenne, incansable y desbordante; como un cubo de ropa sucia a punto de estallar por la presión y el mal olor. Existía un desorden natural y cierta persimibilidad que nos permitía hacer ejercicios funambulescos en las barras del vagón, y casi todo aquello que se nos ocurriese. Entiendo que evolucionemos y que el traje cada vez sea más fino y pegado a la piel, y que haya un limitador de frecuencias para evitar a los energúmenos y soliviantados, y a maleducados y abusones.
Pero sobre todo ayer, lo primero que me llamó la atención fue el silencio tan espeso que existía; su peso me producía dolor en la la nuca, y me empujaba la cabeza hacia el suelo, dejándome cierta desorientación y algo de confusión. El tiempo transcurría pegajoso y costaba quitárselo de arriba, igual que la caspa. Todos permanecíamos absortos con el móvil, amigos, enemigos, madres e hijos; sin contacto, sin mirarse a los ojos. Juntos pero no revueltos, sin tacto; extremadamente distantes a pesar de rozar hombro con hombro. Un perfecto mundo enlatado que se asoma a través de pantalla, un mundo cuidado y pensado en dónde las cosas no ocurren de casualidad. Una perfecta comunicación encapsulada para no producirnos hastío. Una emoción desabrida carente de tierra húmeda en dónde no crece nada. No sé si este mundo tecnológico de tentáculos infinitos nos desconecta de la hierba fresca de principios de primavera y nos deja deshidratados, casi inertes y limitados de capacidad de comprensión. Me cuesta entender cada vez más esta oratoria divina y sublime que nos hace individuales y abandonamos la idea que nos une.
De vez en cuando en el vagón del tren se regresa a lo físico y material, al aliento sea bueno o malo, a sentir la piel del otro, a mirar a los ojos. Pero es efímero, casi irreal, se intercambian algunas palabras o gestos; y se regresa de manera abrupta a la cápsula hermética. Parece que nos hemos acostumbrado a las ventanillas, como antaño, que se fisgaba desde la ventana protegidos; desde ahí el dolor o el amor, se aprecia difuminado y contenido, completamente aséptico.
Tengo un amigo que realiza entrevistas a profesionales que pertenecen y desarrollan su profesión y pasión en el mundo de la moda, de la estética; ha entrevistado a diseñadores, periodistas, estilistas, modelos etc. Me he visto una gran parte de sus entrevistas y siempre hay una pregunta que es común en todas ellas. Y viene a decir algo parecido a ¿Nacemos o nos hacemos? ¿Nacemos buenos o malos? ¿Nacemos virtuosos, bilíngües, apasionados, cretinos? No se si será una cuestión biológica o metafísica, de evolución o involución. Pero lo que sin que es único e intransferible es la rara habilidad de comunicarnos con todos nuestros sentidos hasta ser capaces de explorar mundos inexistentes.
Y que mas da si nacemos o nos hacemos, si cuando alguien que escribe es capaz de de erizarte la piel como una tiza en la pizarra. Y da igual de dónde vengas si al verla y escuchar su música puedes viajar en el tiempo sin salir de tu butaca. Y no importa si llueve a mares si cuando llevas su vestido te sientes perfecta. ¡No impidas tu abandono cuando bailas con el cheek to cheek ¡ Y es que es realmente hermoso cuando te sonríen y puedes llegar a entender porqué la tierra es plana.